Su tema era el hombre, la mitología humana, nos
llevaba muy lejos por el espacio y el tiempo para que nos reconociéramos en la
sombra de un extraterrestre, o en la agonía de una ciudad inteligente perdida
en el espacio. Me acuerdo de un cuento en el que un astronauta llega a un
planeta lejano y se entera que Jesús acababa de irse tras dejar su mensaje de
amor. El hombre decide salir a buscarlo por el espacio pero el narrador sabe
que no importa cuantos planetas visite siempre llegara un instante después de
su partida.
Recuerdo al hombre ilustrado, saturada su piel de imágenes,
de visiones del pasado y el futuro. Recuerdo una habitación con niños que
piensan en leones que se comen a sus padres. Recuerdo las quemas de libros, la agonía
final de los seres literarios exiliados del planeta. Recuerdo su obsesión por los
libros por sobre todas las cosas. Temía
un futuro sin literatura, un futuro sin fiestas de navidad ni años nuevos, donde
todos los días son iguales, donde el hogar ha desaparecido.
Mi padre me inculco el amor por dos escritores Borges y
Ray Bradbury. A los 11 años me intrigaba el futuro, veía en la ciencia ficción respuestas
metafísicas sobre el porvenir humano, le daba a esas historias el estatuto de revelación.
Fue por esa época que mi papá me prometió un regalo especial para mi cumpleaños,
se trataba de un libro que consideraba esencial y que me recomendaba leer con atención.
Hoy guardo en mi biblioteca un ejemplar de El
hombre ilustrado que mi papá me lego, fue el primer libro de lectura madura
que hice de mi propiedad. Años después en una navidad le regale a mi viejo una copia
de Las doradas manzanas del sol con
una dedicatoria que decía más o menos así: “Un libro de Ray Bradbury a cambio
de un libro de Ray Bradbury que recibí hace muchos años. De Picasso para Picasso,
de ida y de vuelta el circulo se cierra”. Supe luego que al ojear el libro mi
padre soltó algunas lagrimas.
A. Federico Pciasso